jueves, 5 de febrero de 2009

Metáfora

El problema con los castillos de arena es que los destruyen las pequeñas olas que revientan en la orilla.
Toda una vida entera de dedicación la borra una pequeña ondita espumosa, arrastrando la magnificencia en escala de un reino en la tierra.
El foso se inunda y las conchitas que hacían las veces de ventanas caen en un estrépito audible sólo para los cangrejillos y pulgas de mar.
Una vez pillé una pulga de mar, y la guardé en mi palma. Después tuve la palma roja todo el día.

Continuo.
El problema con los castillos de arena no es que los deshaga la olita en miniatura, sino lo efímeros que son, y lo bellos que llegan a ser mientras se mantienen en pie. Los puedes adornar con lo que sea, desde colillas de cigarrillos huérfanas hasta plumas que gaviotas abandonaron para aligerar su carga. El castillo es la extensión de aquel hogar que nos falta y que imaginamos siempre para vivir en él. No es sólo Walt Disney carcomiéndonos el cerebro tras su previo lavado, es la utopía que pretende extenderse en el tiempo, y que, como todo en la naturaleza, debe morir.

La muerte es igualmente bella. Las olitas lamen los contornos usualmente tras el primer golpe que derriba los torreones y arrastra a las princesas encantadas a los confines submarinos. Van redondeando las formas que solían ser angulosas, y un montón de arena húmeda y agujereada queda como vestigio del Coliseo que solía erigirse hace un momento.

El problema con los castillos de arena, es que no hay ninguno. Se disfruta el hacerlos aunque pueda haber complicaciones arquitectónicas en el proceso de edificación. Aunque no se pueda asegurar y librar de daño lo edificado el negarse a construirlos sería negar la mitad de la experiencia veraniega, y por ende un cuarto de tu vida. Si no más.
El problema con los castillos de arena, es que el problema no existe. Se ama hacerlos y se ama deshacerlos, se recuerdan los recovecos y se vuelven a construir nuevamente si es necesario.
Aunque muchas olas no estén de acuerdo.

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