miércoles, 22 de junio de 2016

Diario de una inmigrante

Ya estoy aquí.

No entiendo nada de lo que dice la gente. Por más que haya estudiado un par de palabras antes, siento que la imposibilidad de comunicarme es real y me exaspera no poder hablar. 

Venirme a Alemania es como estar en un retiro de silencio perpetuo. Nada que decir, nada que opinar más allá de "si", "no", "gracias", "una cerveza" y "estoy satisfecha". 

Es importante luchar contra el monstruo que habita dentro de uno mismo. Ese pollo interior que tengo que me dice que no me la voy a poder con el idioma, con las lucas, con la distancia, con esta incompatibilidad cultural. Porque sigo cometiendo el mismo error, que es intentar replicar en mi presente lo que tuve en el pasado. 

Acá no está mi familia. Aquí no tengo amigos. Y eso está bien: puedo crear mi propia familia y hacer nuevos amigos, además de reconectar con un par de los que andan dando vueltas en este añejo continente. Y supongo que, eventual y gradualmente, empezaré a hacer una rutina y una vida aquí también. 

Aún no ha pasado ni una semana. Es muy probable que me esté exigiendo demasiado: cómo voy a poder comunicarme eficientemente si no practico, si no me expongo al ridículo y a los idiotas que, lamentablemente, existen en todo el globo. 

Al menos ayer entendí un chiste. Una chica del trabajo de la alemana quería un trago sin alcohol y llevaba pidiendo Coca-Cola todo el rato. El otro chico le dijo "pídete un Cuba Libre sin alcohol", a lo que ella respondió "no se... no me gusta el sabor del Cuba Libre". Tarán.

Luego, al bar donde estábamos viendo el partido llegó un alemán con lo que -creo- eran tres filipinas. El espectáculo era cómico porque parecían su harem exótico y, además, su tono de voz era muy alto y nasal, lo que convertía todo el asunto en un espectáculo de patos. 
Y pensé, "tal vez cuando la gente me ve con Nucki piensan que yo soy su harem exótico. Una mina que se agarró en el extranjero y que se trajo, como si se tratara de una venérea..."

Acá tengo que decir que soy chilena, que soy latina, que "somos así". Cuando me preguntan por mi cultura no se si ofenderme, defenderla o simplemente encogerme de hombros, porque las preguntas nunca son hechas con mala intención, pero la pared se siente muy real.

Además, no puedo sacarme la cara de mierda del guardia español cuando me recibió en la frontera. Me hizo sudar, me hizo sentir como una hueona pobre que venía a succionar la sangre de un continente rancio que se ha mantenido vigente gracias a la explotación de países como el mío. ¿Y qué si me viniese a vivir aquí? 

Me pregunto cómo me recibirán en Norteamérica. Al menos allá comparto el idioma, así que si me joden otra vez podré perder la paciencia con una respuesta sólida como "Yoh' mamma'". 

Es muy pronto para saber cómo me siento. Solo se que tengo que recordarme cada mañana que esto es temporal. La mera idea de quedarme atrapada aquí sin saber hablar me hace sentir como una ratita en un laboratorio. 

Laura hat keine Anung (Laura no tiene idea)

jueves, 9 de junio de 2016

¿Por qué estás estresada?

Hoy día me calaron con esa pregunta.

En teoría, no tengo tantas preocupaciones. En la práctica soy un ovillo de emociones.
Inmediatamente, el reflejo es irse a enumerar una catralá (como decían las señoras) de problemas prácticos: las lucas escasas, el seguro de salú, el de cesantía, la cacha e' la espá y la pata e' la guagua (como dice mi madre).

Pero no se como explicarlo.

Imagínate que un día te dicen - ejemplo extremo - que te queda un mes de vida. ¿Qué harías?

Así me siento yo. Me quedan 7 días de vida en Chile. Cuando me vaya nadie va a decir "hueón", "mierda" o "puta la weá". Ese va a ser mi idioma, mis códigos... No va a hacer más piscolas ni olor a empanadas (aunque ese último no me vuelve loca). No van a haber más personas diciendo "conchetumadre" ni más brazos conocidos en los que me pueda esconder. No van a haber más llamadas perdidas ni mensajes secretos ni chistes compartidos.

Toda, toda mi vida se va a convertir en una etapa. En un recuerdo que dejo atrás.

Sí, si se que me voy a una aventura emocionante, a algo mejor. No estoy siendo malagradecida de la vida ni mucho menos. Pero tampoco quiero quitarle peso a algo que tiene el de un cachalote.

Esto es lejos una de las experiencias más aplastantes que he tenido en la vida. Nunca me he ido "para siempre" a un lugar donde no conozco a nadie, donde nadie habla mi idioma. Y por un lado eso es lo hermoso y por otro es lo terrible y desconocido.

Hay belleza en un breakdown. Este es el mío. Me estoy derritiendo. Capitán, el barco hace agua, se inunda por todos lados y yo lo que intento es transformarlo como puedo en un submarino y dejar que los violinistas de la cubierta tengan su concierto final a punta de abrazos, almuerzos improvisados y reuniones de dos horas con amigos y parientes.

No puedo más. No doy a basto con tanta sensación de fuga. Me estoy deshaciendo y volviendo a hacer en cada minuto. Entendiendo que no desaparezco pero ya no se quién chucha soy, entre tanto pasaje, pasaporte, timbre y papel.

Darse un respiro, hacerse un té o un café y pensar qué hacer el resto del día se han convertido en tareas titánicas para seres humanos cuya proyección a futuro incluye solo el aquí y el ahora. Pero yo no tengo ese lujo del presente.

Vivo hace un mes en una sala de espera, donde los compromisos son tambaleantes y factibles sólo a futuro. Intentaré no morir, de verdá que sí, pero es difícil hacer cualquier tipo de promesa.

Ya, eso sonó a suicidio. Pero es que sí, tal vez en parte lo sea. Los meses de vida, los minutos de vida, las horas de vida se tantean con firmeza y no se cómo ser productiva sin hacer demasiado, sin adelantarme mucho, acomodándome al paso de este reloj cuyo tic-tac nunca voy a agarrar al ritmo adecuado.

¿Qué harías tú? En serio, ¿qué harías?

Agarrar una revista y un lugar cómodo para esperar. Sacar la canción de oído e ir tanteando, ya, claro, eso lo hacemos todos. Pero lo que nadie te dice es que en ese "dejar hacer" relajado, en ese "dejar pasar" pachamámico hay que lidiar con todo lo que se lleva a cuestas, los asuntos sin resolver, las palabras sin decir, los miedos que no puedo verbalizar porque apenas se asoman por la punta de mi lengua alguien intenta taparlos. "Sh, sh, sh, tú te vas con una beca, tranquila, todo va a estar bien."

No es derecho a pataleo lo que quiero. Es derecho a pánico. Por eso tengo estrés, por eso me he comido mi peso en un mes, por eso he engordado y tomado y fumado como si no hubiese un mañana. Porque el 17 a las 12 del día mi vida va a cambiar, me guste o no, y en parte hubiese preferido no saberlo, pero es que ya se que no hay otra forma de hacer las cosas y qué fácil sería si alguien empacara todo por mi y me dijera "tú tranqui, duerme hasta el viernes y yo hago todo por ti".

Pero no, tampoooco es así. Y aquí estoy, escuchando a la puta Adele cantar sus canciones tristes en Deezer (porque nunca supe usar Spotify ni me interesa aprender a hacerlo). Con una pata en el futuro y otra en el pasado. Vivir así, aunque sea por poquito, aunque ya estés a punto y no falte nada más que una vuelta de esquina, es más estresante que la chucha.

Y tengo derecho. Todo el derecho, a tener un meltdown.