Yo tomé una opción hace 13 meses.
De dejar la numerología y las coincidencias místicas para el dato curioso y abrir los ojos ante la realidad, que aunque fuese más dura al final tornó ser más hermosa, más compleja, más... simplemente más.
Pero también menos.
Menos injusta, menos caprichosa, menos hiriente.
Tomé la opción de vivir. De sacar la cabeza fuera del horno. De dejar de lloriquear en los rincones por fantasmas deshilachados, de aprender a vivir con el pasado para poder construirme un futuro. Eso lo hice yo, solita.
Poco a poco me fui reconstruyendo del polvo, de las cenizas. Y no, no son sólo las heridas que el amor dejó a garra limpia. Estoy hablando de todo lo anterior, de todas las heridas, de todas las taras, de todo lo que tenía en mi podrido agujero de adolescente compasiva.
Es tener el coraje de pensar que finalmente me merezco ser feliz, por cursi que suene.
Es tener las bolas hipotéticas, la cantidad de estrógeno necesario, para poder mirarse directamente al espejo y sonreír y mandar al carajo al mundo, porque por un segundo entiendes que no es tuyo, pero que tampoco debe por qué pisarte los hombros cada vez que se le para la gana.
Aprendí a caminar de nuevo, aprendí a volar de nuevo, aprendí a soñar de nuevo. Aprendí con un angelito blanco y negro que me mandó el cielo hace cuatro años ya, ¿o ya son cinco?
Da lo mismo.
Hoy día, que me siento alta, diré que es toda una vida. Diré que me encantaría que fuese toda una vida.
Porque escogí bien.
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