Mi madre me dejaba poner música. Tenía un convenio con una tienda de discos que por unos francos le enviaba discos best-sellers a su casa. Uno de ellos era Songs of Innocence, y cada vez que escucho la canción Tana Shaot Lein pienso en su piso enano, de 20 metros cuadrados a lo más, en el frío y en la nieve que cayó a pesar de que estábamos en la costa, de la casa donde nos quedamos en León y del Monte St. Michel, de París y cuán fea encontré la Torre Eiffel, de lo pobre que era mi mamá y de que no nos daba vergüenza haber recogido el futón en el que dormíamos de las cosas que la gente botaba en la calle y que cualquier otro tenía derecho a tomar. Me acuerdo de la Patty bailando el "Toma que toma" con una bufanda amarrada a la cintura en la casa de la Margarita que diez años después iba a limpiar para ganarme unos euros, de lo entretenidas que eran todas, de lo simpático que se veía Régis disfrazado de colocolino entre puros franceses que no pueden pronunciar bien la erre.
Era hermoso, como la canción lo es.
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