Supongamos que no estoy loca.
Que no son las hormonas.
Que soy un ser humano normal, de carne y hueso, que está nervioso de ser golpeado con un palito. ¿Se entiende la imagen?
Yo sentada en mi jaula, con mi paja de colchón (o colchón de paja) y de repente una varita entra por un resquicio de la reja, y me empuja suave, pero firme, el hombro. Luego las costillas, luego el antebrazo, luego cerca de la muñeca... y así por los siglos de los siglos.
Me van a tener que perdonar la histeria. Me van a tener que perdonar los desvaríos, las sacadas de madre, y este dolor de espalda que siento nacer en mi coxis. Me van a tener que perdonarlo todo, porque yo siempre los perdono a ustedes, fuerzas místicas del universo.
Me van a tener que tener paciencia, porque yo espero y espero poder lograr el equilibrio y cuando ya le tengo el gustito me pegan el jalón de la alfombra y me dejan pataleando con los pies mojados sobre pisos sumamente resbaladizos.
Lo divertido es que cuando dejo de resbalarme, me aburro. La incongruencia de esto último van a tener que perdonármelo también. Pero estoy atorada, mañosa, me como los dedos que no tengo y me fumo los cigarros que no existen y sudo el agua que no bebo intentando tapar todos los agujeros mentales (que en realidad no suman ni uno) y todos los palitos que de repente han entrado por distintos huecos de mi reja y ahora me golpean, suave pero firme, al unísono.
No se preocupen por entender, ni yo me entiendo y lo van a hacer ustedes.
Perdónenme por eso también. Y regálenme una caja de cartón donde pueda esconderme hasta que el cataclismo haya terminado y todo esté en el suelo y haya que levantarlo.
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