La estatua de la diosa me observa con su color opalino.
Una mano extendida y dentro de ella un mochuelo. Su cabeza, coronada no con los laureles sino con el casco romano de guerra. Esta es la hija de Júpiter, la tiesa y estirada figura de mármol que espera por un milagro, eternamente congelada su mirada en el piso. Fija en la misma baldosa, por los siglos de los siglos.
- ¿No te aburres? - le pregunto.
- ¿Olvidaste ya lo que es ser feliz? -le insisto.
- Correr por los campos, pisar las hojas secas del otoño, fumar cigarrillos, beber, acostarse.... ¿amar? - y su mirada, profundamente blanca, me devuelve el vacío.
- ¿Nada?, ¿no reaccionarás?
Frustrada, me devuelvo cabizbaja. Fue una idea estúpida haber llegado hasta allí para que mis palabras se las comiera su boca de comisura recta.
De pronto, un crujido. La mano derecha se contrae, los dedos opalinos suenan, crujen, se retuercen, como fracturados. Parece película de terror y yo miro, sin atrever a mover un músculo, boquiabierta.
Sacude los dedos de los pies, bota al mochuelo al suelo, haciéndolo añicos, se agarra las caderas con las manos y gira suave, muy suavemente, los hombros. Abre la boca, con la intención de emitir algún sonido, pero no sale nada. Vuelve a intentarlo, su mirada, aún cristalina, es angustiosa. Arquea las cejas como diciéndome "no es mi culpa, soy de mármol y por cientos de años sólo he sabido ser estatua".
Luego, una última convulsión le sacude el cuerpo. El mármol se tiñe rojo en las costillas, a la altura del pecho, baja del pedestal y con su mano fría y dura coge una de las mías, para colocarla sobre el área palpitante de piedra.
- Tienes corazón - le digo, sonriendo para que no se asuste. Y acerco mi oreja para sentir los latidos que son en un principio descompasados, pero que luego se van ajustando al ritmo de una respiración polvorienta.
Al parecer le provocó algo el roce de mi piel contra su superficie, porque al instante se puso en cuclillas y, abrazada a sus rodillas, me miraba con una cara que no decía nada más que "ataque de pánico".
Sus hombros comenzaron a metamorfosearse, la espalda se le arqueaba aún más y podía ver como dos penachos de piedra le salían de ella. Primero unos que parecían estaca, a los cuales le seguían corridas y corridas, pequeñas primero y luego largas y grandes, muy similares a plumas.
- Tienes alas - le digo sorprendida. Y por primera vez veo una hilera de dientes igualmente marmóreos.
- ¡Estás sonriendo!
No hay respuesta, sigue abriendo la boca en vano y finalmente se da por vencido y con una mano cubre su rostro. Bate las alas, las despierta de ese letárgico sueño en el que estaba sumida...
Del mismo modo, y ya que estábamos en confianza, me quito el abrigo. Despliego mis alas, las mías son verde mar, las de ella son blanco invierno, en algunas plumas como el color de la arena.
No hay necesidad de mayores explicaciones. La guerrera, alada, no necesita nada más que mirarme para poder leerme la pupila y con ello el pensamiento. Se para a mi lado, mira hacia el techo y con una sonrisa, se echa a volar.
Tras ella voy, hasta colocarme a su lado. Sin idea de hacia dónde me dirijo, sin mapa ni camino, alegre, simplemente alegre por su despertar... y por el mío.
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