Laura Romero se despertó una calurosa mañana de diciembre convertida en una mosca gigante y peluda.
Ya había presentido algunos cambios corporales y una cierta aficción por los innumerables botes de basura de la calle Colón, pero jamás pensó que estos detalles tuviesen algo que ver con su transformación.
Dificultosamente logró colocarse en sus seis patitas sobre la alfombra téconleche de su habitación, puesto que se había aplastado las alas.
Se miró de reojo en el vidrio del cuadro que había colgado hace un par de meses, en el cual había encontrado el cadáver polvoriento de una araña de rincón en tan perfecto estado que pensó que la araña estaba viva. La imagen que le devolvió el reflejo la hizo intentar sentarse en el borde de la cama y tambalear hasta volver a caer de "espaldas".
¿Qué había pasado?
¿Qué había dicho?
¿Qué había hecho?
¿Qué le diría a Wallace el próximo semestre, en estética?
¿Qué le diría al mundo?
¿Cómo vivir en aquel cuerpo inmundo? Un sólo soplido de Raid accidental y podía pasar a la historia.
Dios mío. La peor imagen había llegado a su mente, hace un par de meses atrás había visto en el Publimetro la noticia de la gripe bichística A1B1. No tomó precauciones, "pura paranoia", pensó... No supo cómo ni cuándo, pero evidentemente, alguien se lo había contagiado. ¿O tal vez era hereditario?
Comenzó a imaginarse su vida entera de mosca. Jamás podría tener hijos. Si tenía suerte la encerrarían en un zoológico y se volvería la nueva atracción, rodeada de cáscaras de maní, de plátano y tapas de botella rosca. Lindo futuro.
Tras varias horas de reflexión, se sintió hambrienta, y su papelero estaba vacío -aquella manía de Lucía de vaciar sagradamente todos los días los papeleros la tenía hastiada-. Intentó escribir alguna explicación en un papel para poder comunicarse con Rocío, mas todo fue en vano. Sólo podía zumbar y aletear torpemente en aquel pequeño espacio.
Una mosca, una sucia mosca. Ella misma había aplastado mínimo media docena hasta esta ocasión.
Inhaló profundo, y con dos patitas tiró de la puerta -que no estaba del todo cerrada- para salir. Intentaría que la abuela no la viera, para que no le subiera la presión ni le diera un síncope ahí mismo en el pasillo.
"No hay caso, donde me paro, la cago", fue su último pensamiento.